
Quienes vivieron su juventud a finales del siglo XX y
principios del XXI, los años de la serie de televisión Dawson’s Creek, seguramente recordarán a Michelle Williams, quien hacía el papel de la rubia Jen. La Wikipedia describe a este personaje como
una joven “que creció muy rápido” (en realidad un eufemismo para decir que era una
joven activa sexualmente, en contraposición con la virginal Joey, interpretada
por Katie Holmes).
Años después de la telenovela que le dio fama,
Williams se ha convertido en una actriz muy elogiada por la crítica, sobre todo
desde que interpretó nada menos que a la abnegada esposa del vaquero homosexual
Ennis Del Mar (Heath Ledger) en Brokeback Mountain, un papel por el cual
fue nominada al Oscar. A partir de ahí se ha vuelto una presencia muy común en
el llamado cine “de arte”, como lo demuestra una pequeña revisión de su
trayectoria: formó parte del elenco de Mi
historia sin mí, aquella enigmática cinta acerca de Bod Dylan. O bien, su breve aunque importante papel en La isla siniestra, donde estuvo bajo las
instrucciones nada menos que de Martin
Scorsese.
El año pasado, Williams estuvo nominada al Oscar por
segunda vez con la película que ahora comentamos: Triste San Valentín (Blue
Valentine, EUA, 2010) del documentalista norteamericano Derek Cianfrance.
La historia de la película se puede resumir muy
rápidamente: es el recuento del proceso de desamor entre la pareja formada por
Cindy (Williams) y Dean (y aquí se introduce el otro engrane de la película, el
actor Ryan Gosling, de quien
hablaremos más adelante).
Hemos puesto de relieve la trayectoria de Williams, pero
que quede claro que cuando lo hacemos no nos interesa ante todo su llegada al
cine “de arte”, como si finalmente esta actriz participara en un proyecto
desintoxicado de lo “popular”. Y eso resulta absurdo porque su papel en Triste San Valentín es un
replanteamiento de las situaciones con las cuales tuvo que lidiar el personaje
que interpretó en Dawson’s Creek: ¿qué
otra cosa puede plantear una telenovela como la que citamos (además “juvenil”)
que no sea la “búsqueda del amor”?
Aquí interviene Gosling, quien con su nuevo personaje
también hace referencia a otro de su trayectoria: en Diario de una pasión, Gosling interpretó también a un joven de
origen humilde, quien tiene que luchar durante años por concretar una relación
amorosa, también en circunstancias adversas. Ahí está para demostrarlo la
escena de la rueda de la fortuna en Diario…,
que luego es emulada en el puente de Triste
San Valentín. La escena del amante que amenaza con salvarse al vacío
aparece en dos diferentes películas, aunque a cargo del mismo actor.
Pero Triste San
Valentín no es la historia del triunfo de un amor romántico (como diría Erich Fromm), sino que nos cuenta sin
concesiones cómo este romance implica un rotundo fracaso. Nada nuevo, es
verdad, pero la forma en la cual el director, sus guionistas y los actores
construyen los personajes se concreta en una película que nos conduce a través
de la trayectoria de los actores y también de la historia del cine, en especial
de la llamada comedia romántica y la forma en la cual se desmonta la candidez
de ésta por medio del cine de Woody
Allen, por ejemplo, una influencia que está presente en Triste San Valentín.
La esposa frustrada que interpreta Williams se gesta
ya desde su papel como la mujer de un homosexual en Brokeback Mountain. La mujer que desea escapar de la “trampa” en al
cual se ha convertido su vida ya puede encontrarse en la esposa de La isla siniestra, aunque esta última
“escapa” de una forma por completo diferente: por medio del asesinato y del
suicidio.
Es decir, no elogiamos aquí sin más la capacidad de
esta película para conmover a los espectadores, al menos no en el sentido más
lacrimoso del término, sino que apelamos a la trayectoria de los actores
protagónicos para poner de realce la importancia de otras cintas que enriquecen
el comentario de ésta. No invitamos al llanto general por la supuesta decadencia
de la pareja monógama como institución, sino a ver las cosas desde otra
perspectiva.
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