Estrella indiscutible del viejo Hollywood, ahora icono
que siempre impacta desde las paredes de la galería, el café o el antro, la
sensualidad de Marilyn Monroe y sus conocidos problemas emocionales están en el
centro de Mi semana con Marilyn
(My Week with Marilyn, Reino Unido| EUA, 2011), de Simon
Curtis, película que recrea lo sucedido en Inglaterra durante la filmación
de El príncipe y la corista en 1956,
película en la cual la bella actriz desquició el rodaje.
La cinta está contada desde la perspectiva de uno de
los asistentes de la producción, el cándido aristócrata Colin Clark (Eddie Redmayne), quien años más tarde
contaría en sus memorias su fugaz romance con la actriz.
Convocada por el actor Laurence Olivier (Kenneth Branagh), Marilyn llega hasta
Inglaterra para protagonizar una película y al mismo tiempo compartir la
telenovela de su vida. Todo está ahí, como en un episodio de E True Hollywood Story: su conflictivo
matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller (Dougray Scott), su dependencia de su profesora de actuación, Paula
Strasberg (Zoë Wanamaker), sus
adicciones y su carácter impredecible.
Dar vida a un icono de esa talla no es nada fácil y
para ello se eligió a la también norteamericana Michelle Williams, quien en los últimos años se ha especializado en
interpretar a mujeres atormentadas: la ama de casa frustrada por la homosexualidad
de su esposo en Secreto en la montaña;
la esposa suicida de La isla siniestra
(Shutter Island); o bien la compañera hastiada del amor en Triste San Valentín
(Blue Valentine).
Se ha dicho que la personalidad y el magnetismo de
Marilyn acaso resultan inimitables. Así lo dice Javier Ocaña en El País. Por lo demás, estamos ante un reparo común cuando se trata de
películas biográficas. Sería interesante, más que escuchar a los críticos, a veces reticentes, como Manohla Dargis
en The New York Times o entusiastas
como Roger Ebert, conocer la opinión
de los viejos, quienes asistían a los cines, como el joven Colin, para ver a
una rubia provocativa coquetear y mover su cuerpo voluptuoso y deseado, en una
suerte de compensación para una fantasía erótica nunca satisfecha. Todo eso
mucho antes de los homenajes de la vampira Madonna,
así como del atrevimiento de toda diva del espectáculo afecta a ponerse una
peluca rubia platinada, aunque también en años ajenos a la pornografía más
explícita de hoy.
En ese sentido, Williams atina a representar la
facilidad para la seducción, el berrinche y el quebranto emocional que se le
atribuyen a Marilyn, al mismo tiempo que gracias a la caracterización logra
evocar la sensualidad de la actriz, un logro para nada vano si pensamos que la
belleza de Williams es más bien sencilla. Quienes la hayan visto interpretar a
la rubia promiscua y trágica de Dawson’s
Creek, aquella telenovela dirigida a los jóvenes de finales de los
noventas, podrán atestiguar la evolución de Williams como intérprete, desde
luego favorable.
Puede argumentarse que Curtis es un director de
productos para la televisión, cuyo formato en ocasiones es demasiado correcto o
simplemente cumplidor al momento de contar historias. Y si bien formalmente no
hay grandes aciertos en Mi semana con
Marilyn, la historia es entretenida y en sus escenas finales capaz de
aludir, sin mencionar para nada el asunto, apenas con una canción y una foto
fija de un rostro hermoso, a la muerte de la actriz.
Además, para el espectador atento a los detalles, hay
un par de planos en los cuales pude apreciarse el libro de cabecera de Marilyn,
que no es otro que el Ulises de Joyce, libro juzgado como genial pero
también como simplemente insoportable. En Mi
semana con Marilyn vuelve a hacerse la broma de aquella fotografía de Eve Arnold, quien inmortalizó a la verdadera
Marilyn mientras ésta posaba con la novela de Joyce, muy concentrada en la
lectura de las páginas finales, en una suerte de chiste autocrítico acerca de
su nivel intelectual.
Los créditos finales son un adiós más a una
mujer que ha maravillado a generaciones, que por lo visto no se cansan de
recordarla y de despedirse de ella.
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