Shame (Reino Unido, 2011), de Steve McQueen, es una película muy arriesgada,
porque sin reparo se presenta como una historia que para algunos bien puede
resultar “moralista”, al presentar a un personaje atormentado parece ser que
por su apego hacia el sexo sin compromiso y la promiscuidad.
La cinta cuenta la historia de Brandon (Michael Fassbender), quien trabaja en
una de esas oficinas típicas del cine norteamericano, donde un grupo de
empleados bien vestidos desempeña una actividad tan indefinida (¿finanzas, publicidad?
) como bien pagada, tanto así que Brandon puede rentar un departamento para él
solo a unas calles nada menos que de Times Square, en Nueva York.
Cuando no está en el trabajo Brandon se dedica a dar
rienda suelta a sus aficiones: páginas pornográficas en la Internet,
prostitutas, aventuras de una sola noche… Corregimos: también en el trabajo se entrega a su pasatiempo favorito. Todo libremente hasta que su hermana
Sissy (Carey Mulligan) llega a vivir
con él. La convivencia entre ambos está marcada por un pasado enigmático que se
adivina doloroso, mientras Brandon sigue adelante con su vida y atraviesa una
crisis.
El misterio que plantea la película no es menor: un
adulto aburguesado, quien para conquistar mujeres apenas tiene que esforzarse,
con su problema económico resuelto, es incapaz de ser “feliz”, a pesar de que
representa al individuo consumista por excelencia del siglo XXI: con dinero,
joven, físicamente agraciado, ¿cuál es el problema?
La clave parece estar en la hermana, una rubia
melancólica que en una de las mejores escenas de la cinta, interpreta “NewYork, New York”, suerte de himno del triunfalismo que en esta versión se antoja
una queja muy patética.
Pareciera que la película muestra cómo la sociedad, a
pesar de sus normas y sus códigos, bien puede tratar de organizarse para atender,
desde cierta intimidad e hipocresía, a los amantes de las experiencias más
nihilistas aunque jamás para satisfacerlos del todo o salvaguardarlos de todo
riesgo. En ese sentido recuerda mucho a otra película acusada en su momento de
moralista, Réquiem por un sueño,
acerca de la adicción de un grupo de jóvenes a las drogas, que hacia el final
se revelan como un placer incosteable, el sueño fallido del título.
La contracara del drama de Brandon es Marianne (Nicole Beharie), una compañera de
trabajo, quien encarna otro tipo de relación y posibilidad, precisamente la que
aquel rehúye.
Acaso considerar Shame
como el conmovedor lamento de los adictos al sexo sea poca cosa y aún llegue a
ser ridículo, porque no deja de ser un problema del primer mundo. La favorece
más contemplarla como una crítica del sexo casual como epítome de la libertad.
¿Cabe pensar en algo más provocador? En la incomprendida y accidentada Ojos bien cerrados (1999), Stanley Kubrick ya había ensayado un
elogio de la vida conyugal y de la monogamia.
En Shame, el
matrimonio es una farsa grotesca (como se puede ver en el caso del jefe) o bien
una cuestión de esfuerzo: “Hay que seguir tratando”, dice un personaje. Sin
embargo, como lo sugiere la película, tal vez el deseo, la vergüenza de Brandon
sea todavía más inconfesable de lo que parece, de ahí su drama.
El gran mérito de Shame
está en el rostro de su actor principal. En una de las escenas de sexo, la cara
de Brandon refleja su conflicto más que otra cosa (como no ocurre con ningún desnudo
frontal). Fassbender confirma así su valía como actor, sin duda en la mejor
etapa de su carrera. El año pasado, en Un
método peligroso, de David
Cronenberg, la película acerca de la relación entre Freud y Jung, el actor
ya había participado en un proyecto sobre la sexualidad y sus facetas más
espinosas.
Hacia el final la película no ofrece grandes certezas,
salvo cierto cambio en el personaje que aquí no diremos. En todo caso, Shame queda como testimonio de lo
difícil que es contar la historia de la sexualidad tempestuosa de un personaje
sin caer en descalificaciones o cantos idealistas a favor de una libertad
ilimitada.
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