La
película francesa House of Tolerance,
también conocida en Estados Unidos como House
of Pleasures (el título en español no está todavía disponible), cuenta los
detalles de la vida cotidiana de un grupo de jóvenes mujeres en un prostíbulo
de lujo, L’Apollonide, en la Francia de finales del siglo XIX, una casa de
tolerancia, de placeres, como se dice.
En
la cinta, las mujeres de físico más diverso están ahí para ser las activas
participantes de lo que parece ser una fiesta, una tertulia no de fin de semana
sino de cada noche, para satisfacer hasta las fantasías más violentas, como
queda demostrado en la terrible experiencia de una de ellas. Las jovencitas,
alguna de dieciséis años, nunca se acuestan temprano, sino al amanecer, cuando
todos los invitados se han ido.
Hay
charlas, algunas banales, otras de índole “intelectual”, se diría, como cuando
uno de los clientes alude al relato de ciencia ficción La guerra de los mundos, de HG Wells, publicado por aquellos años.
Así,
hay un ambiente de decadencia en el cual se evoluciona de forma muy brusca de
la perversión más inofensiva hasta los ambientes más degenerados, con la mujer
expuesta como si fuera la extravagante pieza de un museo de contenido muy
heterogéneo: desde la argelina Samira (Hafsia
Herzi) hasta la que juega a ser una autómata.
Ya
no se guarda exactamente el rizo de la caballera de una mujer sino algo
parecido. O bien, hay un baño en champaña, suerte de ritual de película erótica
pretendidamente subversiva y provocadora, para luego mostrar a la chica que se queja
de que la piel le ha quedado pegajosa: el lado práctico, digamos, de la vida,
está ahí para desenmascarar el pretendido aspecto sublime de ese erotismo caricaturesco,
el baño en una bebida cara y el glamur.
El
director, Bertrand Bonello, quien
también es el guionista, construye un relato en el cual la apariencia y la
verdad se confunden, porque las secuencias que podemos señalar como hechos se mezclan con sueños que a veces son premonitorios, para mayor coqueteo con la
fantasía o una casualidad que llama a la consolidación de un cuento ambiguo.
De
ahí que como música de fondo se use en un par de ocasiones música de los años
sesentas: la canción “Bad Girl”, del cantante norteamericano de R&B Lee Moses; o bien “Nights in White Satin”, el gran éxito de la banda The
Moody Blues, que las chicas bailan en una escena que se arriesga con el
anacronismo: los personajes de finales del siglo XIX al parecer se mueven al ritmo de una balada de 1967. Algo similar a
lo que ocurre en Malditos bastardos,
de Tarantino, donde en la Francia de la II Guerra hay una escena musicalizada
con una canción de David Bowie.
Además
está el recurso de la pantalla dividida en cuatro ventanas, para saber lo que
ocurre al mismo tiempo en varias partes de la casa de citas. O el recurso
final, que no revelaremos, aunque tiene que ver, en una película al parecer
cifrada con la fantasía, con el apunte social: L’Apollonide es un tipo de
burdel que agoniza, para disputar su sitio con otra manera de entender la
prostitución.
A
Bonello se le acusa de hacer una apología de la prostitución, en ocasiones
relacionada con el esclavismo, como de hecho se muestra en la película: la
muchacha endeudada, que depende de la “protección” de una mujer madura, Marie
France (Noémie Lvovsky) suerte de
maestra de ceremonias y epítome de la elegancia, aunque la cinta también
muestre su lado más mundano de comerciante.
Un
movimiento de cámara, en particular, nos muestra un recorrido por las caras y
los cuerpos de las chicas, quienes sonríen, entre la coquetería y el desafío,
no se sabe bien, aunque luego escuchamos sus burlas. El director se embelesa
con el físico de sus actrices, algo que desde luego tiene sus implicaciones.
Sin embargo, lo que se atestigua es una forma de adentrarse en los problemas de
un colectivo explotado que, no sin cierta ingenuidad, en ocasiones asume la
prostitución como una apuesta por la libertad.
L’Apollonide (Souvenirs de la maison close), de 2011, es una película que seguramente muchos
describirán como “elegante” o “exquisita”. Más allá de la pertinencia de esos
adjetivos, el erotismo tiene aquí una carga relacionada con la fugacidad de
cierto tipo de belleza, con su fragilidad y por lo tanto con su lado trágico.
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