Hay
que decirlo pronto: los fantasmas no existen. Desde luego, eso no impide que el
arte pueda utilizarlos como personajes, como ocurre desde hace siglos en
diversas ficciones. Como dijo el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, un
ejemplar exponente del tipo de historias que nos ocupa: “Viejas como el miedo,
las ficciones fantásticas son anteriores a las letras. Los aparecidos pueblan
todas las literaturas”.
Así
que nos atenemos a la afirmación del inicio, aunque con determinadas
condiciones: lo que nos importa es que la representación del fantasma como
problema se lleve a cabo con apego a cierta verosimilitud: “lo imposible
verosímil es preferible a lo posible pero no convincente”, dice Aristóteles.
Por
ejemplo, los constructores de la multicitada escena de la niña poseída de El exorcista, supuestamente capaz de
girar el cuello 360°, pretenden hacernos creer que estamos ante una acción
verosímil; pero el espectador no tiene otra opción más que negar la posibilidad
de un cuello que, sometido a ese castigo, no se rompe, por más que personaje de
vértebras tan particulares esté poseído por el demonio, nos cuentan.
Películas
de ese tipo, satanistas, de espantos, apelan a la complicidad del espectador
pero este se ve forzado a tomar partido. No es posible, por lo tanto, apelar a
un pacto de ficción o a un contrato de inteligibilidad que nos permita apreciar
semejantes escenas como verosímiles. ¿Cómo aceptar el caso, aberrante, de un
viviente incorpóreo, para colmo con cuernos y cola? (Esos problemas han sido
expuestos a detalle en la obra del filósofo español Gustavo Bueno, por ejemplo
en el libro La fe del ateo, que aquí
parafraseamos).
James Wan, el director de la película que hoy nos ocupa, El conjuro (The Conjuring,
EUA, 2013), se ha interesado ampliamente en el cine de terror, en varias de sus
presentaciones. Él tiene el dudoso honor, nada menos, que de ser el padre de Saw, película de varias secuelas a
propósito de la cual tuvo que acuñarse un rótulo, el torture porn, es decir aquella película hiperviolenta, gráfica,
cuya fórmula fue imitada una y otra vez para beneplácito de los amantes del
cine más gore (es decir, extremadamente
sangriento).
Sin
embargo, Wan también ha explotado otras posibilidades del terror, como la
vertiente sobrenatural de la cual hablábamos al principio, como en La noche del demonio (Insidious, 2010), cuya secuela también
acaba de estrenarse.
Así
que con El conjuro, Wan confirma una
vez más su interés en el terror sobrenatural, en este caso con el clásico
referente de la casa embrujada. En otra historia acerca de lugares embrujados, Eso (It, 1986), novela de
terror sobrenatural de Stephen King, uno de los personajes, investigador de lo
oculto, expone las implicaciones del adjetivo “embrujada”, haunted, como se dice en inglés:
«Haunted: “Visitado con frecuencia por
fantasmas y espíritus.”
»Haunting, el adjetivo correspondiente: “Que
vuelve a tu mente con insistencia; difícil de olvidar.”
»To haunt, el verbo: “Perseguir o
aparecer con frecuencia, especialmente fantasmas.” Pero… la palabrita se usa para mucho más. ¡Veamos! “Lugar visitado con frecuencia, nidal,
guarida, querencia…” El subrayado es mío, por supuesto.
»Y
una más. Ésta, como la última, es una definición de haunt como sustantivo, y la que más me asusta: “Sitio donde comen los animales.”»
El conjuro, entonces, es
la historia de una casa frecuentada por fantasmas, donde estos se alimentan del
cuerpo de otros. Así lo descubren los protagonistas de la historia, un par de
cazafantasmas, Lorraine (Vera Farmiga) y Ed Warren (Patrick Wilson), en el
proceso de ayudar a una familia, los Perron, propietaria de la vivienda en
cuestión; todo ello (he ahí las ansias de verosimilitud), inspirado en un caso
real. ¿En qué medida se logra con éxito representar el problema del fantasma? A
medias, sería la respuesta.
En
algunas escenas (la muñeca repulsiva que cambia de sitio y atormenta a sus
dueños, la sábana que delata la presencia de un espectro), Wan acierta. O bien,
modula la sorpresa con efectividad, como en el juego de los aplausos.
Pero
otras veces, como en el caso de la percepción extrasensorial de Lorraine, El conjuro es de una enorme vulgaridad,
sin perjuicio de su enorme éxito. Estamos, por lo tanto, a una película
desigual que, en su última escena, recurre a lo más cuestionable de una
tradición acrítica que tiene El exorcista
como modelo. Para mal, desde luego. Lo mejor: la actuación de Lili Taylor como
la atribulada madre de familia.
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