El director franco-polaco Roman Polanski es un referente del cine desde los sesentas, con
películas en las cuales ha explorado con libertad diferentes géneros, como el
terror en Repulsión, El bebe de Rosemary y El inquilino, la adaptación
especialmente sangrienta de un clásico de Shakespeare en Macbeth, la resurrección del cine negro en Barrio Chino, el suspenso de la conspiración internacional en Búsqueda frenética y El escritor fantasma, así como el
pormenorizado drama del holocausto y la sobrevivencia en El pianista.
Acaso el común denominador de varias de sus películas
sea la crueldad con la cual somete a sus personajes a una tortura real o
imaginaria, ya sea física o psicológica, a veces a lo largo de años, como en la
historia de ese matrimonio destructivo en Luna
amarga.
En la citada El
escritor fantasma, con el retrato de un político mediocre y su esposa, el
matrimonio fallido como la antítesis de la convivencia de nuevo cobra un papel
relevante, asunto en el cual se insiste en su nueva película, Un dios salvaje (Carnage, Francia| Alemania| Polonia, 2011), inspirada en la obra de
teatro de la dramaturga francesa Yasmina
Reza, quien además firma el guión al lado de Polanski. No es la primera ver
que Polanski acomete la versión de un texto teatral, como lo prueba La muerte y la doncella, originalmente
una obra de Ariel Dorfman.
Sin embargo, esta vez el tono no alcanza las cuotas de
tragedia de ésta o de Luna amarga,
porque estamos ante una comedia negra en la cual la única forma de salvarse es
por medio del cinismo y la aceptación explícita de la insolidaridad, la premisa
de la cinta. Una comedia, sí, a pesar de que algunos de los personajes no le
encuentren la más mínima gracia.
En la primera escena de la cinta vemos la discusión
entre dos adolescentes, que termina cuando uno de ellos golpea violentamente al
otro. Así, el matrimonio formado por Michael (John C. Reilly) y Penélope Longstreet (Jodie Foster), padres del agredido, recibe en su casa a Nancy (Kate Winslet) y Alan Cowan (Christoph Waltz), los padres del
agresor, para discutir civilizadamente acerca de la pelea que han tenido sus
hijos. Al menos esa es la intención, porque pronto las cosas se descontrolan
con hilarantes resultados.
La comedia no es inédita en la carrera de Polanski,
quien con La danza de los vampiros ya
había tenido una incursión en estos asuntos, además de que en sus películas
siempre ha estado presente el sentido del humor mordaz que, como decíamos
antes, en esta ocasión alcanza el culmen.
En lo anterior tiene mucho que ver la presencia de un
elenco de primera, en el cual destaca el austriaco Waltz, quien ya había ganado
notoriedad con una de sus anteriores películas, Malditos bastardos, de Quentin
Tarantino, en la cual interpretaba a un despiadado oficial nazi.
El guión se las ingenia para que los Cowan no puedan
abandonar la casa de sus anfitriones a la fuerza, a pesar de que la cita
aparentemente es un mero trámite para que los vástagos hagan las paces. Sin
embargo, en el camino son muchas las cosas que se tambalean para ambos
matrimonios, sobre todo en lo que respecta a las ideas de uno de los
personajes, defensora a ultranza del diálogo, porque el dios carnicero del
título original lucha por imponerse a la hora en que los “ciudadanos del mundo”
tratan de llegar a un acuerdo. Las relaciones entre las personas son
dialécticas, lo demás es música celestial, ha dicho con fortuna el filósofo
español Gustavo Bueno.
La película de Polanski pone de manifiesto el débil
entramado de refinamiento que constituye el gusto por el arte contemporáneo y
otros tantos hábitos del mundo actual, que en la película son mostrados ya no
como una forma de redimir a los cultos, sino como simples pretextos para la
pretensión sin más fruto que el hastío del vulgo.
Al mismo tiempo, como en el cine de Woody Allen, las clases privilegiadas
neoyorquinas son mostradas como un conjunto de neuróticos que sólo necesitan un
empujón para hacer al lado sus modales. Si la educación es una mera careta y
los padres exhiben el mismo descontrol de los hijos sólo queda concluir que
cada uno queda abandonado a su suerte y a su nihilismo.
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