Terror en Chernóbil (Chernobyl Diaries, EUA, 2012), debut de Bradley Parker en la dirección, es una
película de terror que se inscribe en lo que algunos críticos han reconocido
como el cine del turismo extremo, en el cual los protagonistas ya no son solo adolescentes
(como en la saga Scream y sus modelos),
sino viajeros que terminan enfrentados con los peligros de un lugar exótico en su
busca de nuevas alternativas de entretenimiento.
Ahí están Hostal
(2005), Turistas (2006) y Las ruinas (2008) como ejemplos. Ver
acerca de esta última el texto “La mala hierba”, del español Jordi Costa (El País, 18 de abril de 2008). Nosotros
agregaríamos a esa clasificación precedentes como Deliverance (Amarga pesadilla,
1972). O bien, novelas como Arrecife
(2012), del mexicano Juan Villoro, en la cual un centro vacacional ofrece secuestros y
encuentros con la guerrilla local para satisfacer a un público europeo ansiosode exotismo latinoamericano.
El peligro es un accidente, una complicación del
viaje. Otras veces, el principal atractivo para el turista. Este es el caso de Terror en Chernóbil, que cuenta la
historia de un grupo de jóvenes norteamericanos de viaje por Europa.
Así, deciden visitar Prypiat, el pueblo abandonado en
las cercanías de la planta de Chernóbil, en Ucrania. Como se recordará, en 1986,
durante la última etapa de la Unión Soviética, en Chernóbil ocurrió un
accidente nuclear cuyas consecuencias son bien conocidas. El atractivo devisitar Prypiat estaría en atestiguar el abandono en que se encuentra, suerte
de pueblo fantasma, abandonado súbitamente por sus antiguos habitantes. Cuando
los jóvenes se ven forzados a pasar la noche en el lugar, comienza la aventura,
porque el lugar no es tan solitario como parece.
El director Oren
Peli, quien ganó notoriedad con la cinta Actividad paranormal, produce y escribe la historia de esta cinta
que reproduce buena parte de los lugares comunes del grueso de las películas de
terror, como la construcción endeble de los personajes. Cuando alguno de estos
muere, también de acuerdo con las convenciones del terror, su suerte importa
poco, debido a que el guionista apenas se ha molestado en construirle una vida.
¿Cómo puede lamentar el espectador la muerte de alguien que apenas conoce?
Y no es que la película no intente imprimirle más
interés a sus personajes: dos de los protagonistas son hermanos y en alguna
conversación nos enteramos de que uno de ellos tiene problemas con el padre de
ambos. Pero no se va más allá y al final el dato es meramente anecdótico y poco
tiene que ver con la verdadera tragedia que se avecina.
Sin embargo, con todo y la ejecución torpe de la
historia, esta no deja de tener cierta relevancia. Terror en Chernóbil recurre a evidentes clichés, aunque al mismo
tiempo está ambientada en un lugar, la ciudad muerta y derrotada, cuyos
habitantes se rebelan contra su condición de atractivo turístico pasivo, para
en cambio ofrecer verdaderas emociones a los viajeros burgueses de turno.
Es decir, el parque temático deja de serlo para
convertirse en un pueblo rabiosamente vivo. Los animales que atacan a los
visitantes no tienen por qué ser bestias salvajes y bien puede tratarse de
celosos guardianes, a cargo de salvaguardar el mermado honor de un lugar
deshecho aunque sobreviviente.
Antes citamos a Villoro, un autor que al menos desde
1995 ha denunciado en sus ensayos el mito de una Latinoamérica exótica y
atrasada, sitio idóneo para el recreo nihilista de europeos y norteamericanos,
supuestamente más civilizados (ver “La frontera de los ilegales” e “Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso”, disponibles en internet).
A su manera, Terror
en Chernóbil, por medio del cine de más baja estofa, incide también en ese
problema, con la necesaria referencia al mito de los eslavos perezosos y
tercermundistas, explotado en otras películas, como la comedia antiestalinista El concierto (Le concert,
Francia| Italia| Rumania| Bélgica| Rusia, 2009), de Radu Mihaileanu.
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