El director italiano Paolo Sorrentino presenta Un
lugar donde quedarse (This Must Be
the Place, Italia| Francia| Irlanda, 2011), un largometraje que de entrada
se antoja difícil de emparentar con una de sus películas anteriores, la muy
célebre Il divo (2008), su
acercamiento por vías de la ficción cinematográfica a la vida de un personaje
de carne y hueso, el controversial político Giulio Andreotti.
En Il divo,
Sorrentino presentaba las implicaciones trágicas de la política en un período
especialmente convulso de su país, con la corrupción de los dirigentes y sus
componendas nada menos que con la mafia. Todo lo anterior con una figura
central, Andreotti (interpretado por Toni Servillo), capaz de articular a todos
los integrantes de la escena política italiana.
A través de la construcción de un personaje
extremadamente complejo, Sorrentino daba cuenta también de un escenario de la
misma escala, en un alegato acerca de los límites de la ética que además se
volvía mucho más denso gracias a la confesión religiosa del protagonista, un ferviente católico.
Ahora, Sorrentino se aleja de un tema tan apremiante
como el de su película anterior, para presentar a un personaje también muy
complicado, Cheyenne (Sean Penn), un
patético músico de rock retirado en trance de lidiar con su pasado como estrella,
al mismo tiempo que pretende hacer las paces con su padre.
La película sería una extravagancia de no ser porque
nos pone de frente con un problema real: la mitología del rock cuando se
convierte en anacronismo, así como la forma que tienen sus estrellas de
enfrentarse con la vejez y con la decadencia, en una sociedad siempre lista
para encumbrar estrellas más jóvenes y frívolas.
En ese sentido es capital la caracterización de Sean
Penn como una especie de híbrido entre la estética de Robert Smith, el líder de
The Cure y sus fachas góticas, y el cantante de metal Ozzy Osburne. El
resultado, Cheyenne, es un personaje que evoca los programas de telerrealidad,
en el cual la vida cotidiana es un espacio para el tedio que significa alejarse
de los escenarios.
Penn recupera otras interpretaciones de su
trayectoria, como el adulto con mentalidad infantil de Yo soy Sam. O bien, uno de sus papeles acaso menos recordados, el
padre de familia de El asesinato de
Richard Nixon.
Sin embargo, mientras que el planteamiento del
personaje es cristalino, en tanto que oportunidad para reflexionar acerca de
las consecuencias de la fama, la película al mismo tiempo está construida alrededor de un conjunto de misterios, como la naturaleza de la relación de
Cheyenne con otros de los personajes. Ahí donde Il divo mostraba todo lo que el ciudadano no puede (o no quiere)
ver, como las cloacas del partidismo, por ejemplo, Un lugar donde quedarse evoca misterios que ni siquiera se
resuelven del todo.
Acaso puede reprochársele a la cinta su referencia al
holocausto, en tanto que este funciona como antecedente multiusos para
múltiples dramas, a veces de forma bastante improvisada. La trascendencia de la
película ya estaba dada por otros momentos, como en las visitas de Cheyenne a
un cementerio, como una muestra de respeto a sus seguidores.
La crítica más dura, sin embargo, está en la escena
final de la película, que no revelaremos. Baste decir que plantea la necesidad
de mantenerse fiel al mito del rock, con frecuencia incompatible con la
posibilidad de integrarse bajo otras perspectivas en la sociedad.
Con un armazón que participa tanto del drama
como de la comedia, Un lugar donde
quedarse no elude los asuntos más espinosos del rock, como las drogas y la
promiscuidad. O la falta de compromiso político. O, peor aún, para un músico: el
agotamiento de las ideas aunque el dolor nunca se acabe.
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