Pocos cineastas se han beneficiado tanto como Quentin Tarantino de la ignorancia de
sus fans: era fácil impresionarse ante el manejo del tiempo en Perros de reserva (1992), su debut,
cuando no se conocía The Killing
(1956), de Stanley Kubrick.
Sin embargo, eso no le quita todo el mérito a Tarantino,
que supo construir un estilo reconocible por medio del diálogo frívolo, en los
derroteros de la llamada cultura pop, todo ello en la órbita de un cine de
marcado humor negro, hiperviolento y que revitalizó cierta filmografía norteamericana
de la época, sobre todo en el caso de Tiempos
violentos (Pulp fiction, 1994),
para algunos su obra maestra. Un interés por el cine negro que se refrendaría
en la lograda Jackie Brown (1997)
Desde entonces, su trayectoria ha oscilado entre la
extravagancia (como en su guión para la cinta de vampiros Del crepúsculo al amanecer, de Robert Rodriguez) y el ejercicio de nostalgia, siempre plagado de referencias al cine de la más baja estofa, como en Kill Bill (2003-2004) y el
estupendo segmento “Deathproof” del proyecto colectivo Grindhouse (2007), suerte de glorificación de la heroína femenina
de acción.
O bien Malditos
bastardos, su exaltación de la violencia en el cine bélico y por lo tanto
en el plano político (ver en este sentido nuestro texto aparecido en Primera Plana, “Venganza de apaches contra nazis”, edición del 25 de septiembre de
2009).
Con frecuencia desigual aunque siempre llamativo, en
su más reciente largometraje, Django sin
cadenas (Django Unchained, EUA,
2012), Tarantino recupera la tradición de las películas europeas de vaqueros,
el spaghetti western, cuya película
por excelencia es El bueno, el malo y el
feo (1966), de Sergio Leone.
Sin embargo, en este caso Tarantino recuerda más
acusadamente otros trabajos del director italiano en la misma tónica, como Por un puñado de dólares y Por unos dólares más, porque Django sin cadenas está protagonizada
por un pistolero cazarrecompensas cuyas proezas con el revólver recuerdan al
Clint Eastwood de las ya citadas películas.
El esclavo Django (Jamie Foxx) también tiene otro
antecedente, Sargento Rutledge, de John Ford, también protagonizada por un actor negro. Además, Tarantino se
permite la ironía de hacer de un alemán, el Dr. Schultz (Christoph Waltz), el
tolerante compañero de armas de Django en su lucha contra los esclavistas,
cuando el prejuicio popular siempre señala a los alemanes en asuntos de racismo.
Por si fuera poco, Waltz interpretó a un militar nazi en Malditos bastardos.
Se ha elogiado al Tarantino de la primera parte de la
cinta, sobre todo por esa escena en que un grupo de matones encabezados por el
esclavista Big Daddy (Don Johnson) trata de vengarse de Django y el Dr.
Schultz. Así lo ha dicho el crítico del blog de cine de Letras Libres, Luis Reséndiz (ver “En pantalla”, 11 de enero de 2013). En cambio, el mismo Reséndiz
acusa a la película de ser verborreica en su segunda parte, lo que iría en
detrimento de Django sin cadenas como
entretenimiento.
Semejante es la opinión de Javier Ocaña, de El País (ver “Reciclaje Tarantino”, 18
de enero de 2013), quien además agrega que el personaje de Samuel L. Jackson,
un negro esclavista, es fallido.
Nuestra opinión, ya tendrá oportunidad de comprobar el
lector si nos equivocamos o no, es muy distinta: la terrible cena en la
plantación de Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) es de lo mejor del filme. El
discurso de DiCaprio acerca de la frenología, que culmina con un violento
martillazo, sangre de por medio, demuestra que Tarantino mantiene su
efectividad en el manejo de la tensión y la historia. Otra cosa es que desde la
subjetividad se le quiera ver simplemente como aburrida. No nos engañemos: al
público hedonista que ha sido coronado como el juez por antonomasia de lo
divertido le habría aburrido el desembarco en Normandía.
En cuanto a Samuel L. Jackson, estamos ante un
papel capaz de rivalizar con su asesino de Pulp
fiction, nada menos que dieciocho años después. Tiene que ser Tarantino
quien de nuevo lo dote de trascendencia como actor.
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