Lincoln (EUA, 2012), de Steven
Spielberg, es una película incómoda para los demócratas al uso, porque nos
presenta a un político idealizado, el presidente que abolió la esclavitud, nada
menos, como un hombre que no duda en echar mano de tácticas corruptas si la
causa lo vale.
O bien, ahora que está de moda que el pueblo casto y puro
acuse a los gobernantes de mentirosos (tanto en México como en España), Lincoln
no duda en recurrir a la mentira política para sacar adelante sus reformas. Y
con ello no hace sino gobernar, al menos como se entiende desde Aristóteles y
Maquiavelo.
A Steven Spielberg se le ha acusado desde siempre de
hacer propaganda a favor de determinados valores (la familia, por ejemplo) y
hacer un cine con frecuencia pueril. Pues tiene su gracia que este supuesto niño
grande ahora sea el encargado de mostrarle a la gente la concepción infantil
que muchos tienen de la política; para empezar, la concepción del Partido
Republicano como la encarnación del mal. La frase de uno de sus aliados lo
resume a la perfección: “La más grande reforma del siglo XIX obtenida, gracias
a la corrupción, por el hombre más puro de los Estados Unidos”.
Lincoln, de esa forma, es una
reivindicación del realismo político (algo poco frecuente en el cine del mismo
Spielberg), con un tratamiento del gobernante como hombre al final solitario y
que ha elegido una labor tan necesaria como trágica, como se ha visto en
películas como la italiana Il divo (2008), de Paolo Sorrentino.
En cierta forma, Lincoln
es la contrafigura de Poder y traición
(The Ides of March), ya comentada en este espacio: a pesar de que la película
de George Clooney también mostraba la corrupción no delictiva de los políticos,
lo hacía desde la autoflagelación y el complejo de los ideales traicionados.
Nada
qué ver aquí con el Spielberg armonista de Múnich,
por ejemplo, en la cual tuvo la ocurrencia de insinuar que el atentado a las
Torres Gemelas fue una consecuencia de la falta de diálogo entre Israel y sus enemigos.
Que tomen nota en España de la actitud de Lincoln y de
sus colaboradores ante los secesionistas confederados, a quienes les dicen sin
rodeos: “El sur no es una nación”. Y cuando los separatistas acuden a
Washington para negociar la paz “entre los dos países”, Lincoln les dice que lo
único que está dispuesto a aceptar es su rendición. Ni nación ni dos países ni
nada parecido. En EUA no hubo Pacto de la Moncloa, mucho menos Estatuto de
Cataluña.
Para darle cuerpo a todas esas ideas, Spielberg echa
mano de un elenco espectacular, con Daniel Day-Lewis a la cabeza. Curiosidades
del cine: en Pandillas de Nueva York
(2002), de Scorsese, Day-Lewis interpretaba a un furibundo racista quien, en una escena, arrojaba su cuchillo contra una imagen de Lincoln. Alejado de su
registro habitual, más agresivo, como en Pozos
de ambición (There Will be Blood),
el actor británico está aquí mucho más mesurado.
En contra, Spielberg tiene su habitual
grandilocuencia, inútilmente subrayada en las escenas clave por la música de
John Williams. Sin embargo, la necesaria solemnidad de la cinta (al que no le
guste la política que vaya a ver Abraham
Lincoln: cazador de vampiros) se ve matizada por las continuas bromas y
anécdotas del presidente. A destacar su burla de los ingleses y su defensa de
George Washington.
Llama la atención que Spielberg no haya aprovechado su
conocida solvencia para filmar escenas bélicas, como quedó por completo probado
en Salvando al soldado Ryan o su más
reciente Caballo de guerra. Los
duelos de Lincoln son verbales, como
puede verse en las discusiones de la Cámara de Representantes.
En cambio, lo
que se ve son los restos de las batallas, los numerosos cadáveres de un
ejército confederado hecho trizas. Tal vez por eso una de las escenas más esperadas
(y aquí el lector que no haya visto la película puede dejarde leer), el
asesinato del Presidente, no tiene lugar frente a los ojos del espectador, como sí ocurre en El nacimiento de una nación (1915), de Griffith. En cambio, Spielberg muestra los violentos efectos de la
muerte del líder republicano en la gente que lo quiso.
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