El tercer
largometraje como director de Ben
Affleck es un thriller político
ambientado en el Irán de la crisis de los rehenes de 1979, cuando los empleados
de la Embajada de EUA en ese país son retenidos por los partidarios del régimen
del ayatolá Jomeini. Seis de ellos logran escapar y esconderse, mientras en las
calles las hordas de fanáticos ejecutan norteamericanos. Pero los atribulados burócratas no
pueden salir del país.
Desde la CIA se
barajan varias formas de sacarlos, hasta que se impone la más extravagante de
ellas: fingir que los fugitivos forman parte del equipo de una película norteamericana
de ciencia ficción que busca aprovechar las locaciones de Irán. Por más inverosímil
que parezca, la cinta además está inspirada en un caso real, desclasificado en
1997. Como es de suponerse, el filme explota la emoción que supone tratar de burlar
la férrea seguridad de los iraníes.
Lo mejor de Argo es la forma en que logra que
materiales en apariencia muy disímbolos, como la ciencia ficción y el thriller
acerca de un conflicto diplomático, puedan ser convergentes, en una suerte de
mezcla genérica que no se percibe ni como forzada ni contradictoria. Tomas
aéreas de Teherán de hecho parecen confirmar que la ciudad se asemeja a un
paisaje futurista, como en ese plano de la impresionante Torre Azadi, el símbolo
del lugar.
Se ha dicho que
la absurda película que los norteamericanos se proponen filmar en locaciones de
Irán es una mala copia de La guerra delas galaxias. Pero lo que ocurre en Argo
es de mucho más interés que la trama de las cintas de George Lucas.
Los materiales
de la ciencia ficción son mundanos y de ahí que con frecuencia se aproveche
este género para criticar el totalitarismo, como pasa en Los juegos del hambre, por ejemplo. En cambio, Argo no tiene que echar mano necesariamente de una distopía, al
mismo tiempo que enriquece el thriller de intriga política con el imaginario de
una ficción científica que además tiene tintes del imaginario de la Edad media,
como en la ya citada saga de Lucas o en Flash
Gordon, como queda claro desde la secuencia de créditos.
Se ha comentado
que la representación de Irán como un país incivilizado no es casual, en el
contexto de una eventual guerra con los EE.UU., lo que recuerda esos textos del
español Román Gubern a propósito de la avalancha de cine bélico y de espionaje
después de los atentados del 11-S, una agenda cinematográfica que según el
historiador estaba acordada con los productores de Hollywood y el gobierno (ver
“La guerra audiovisual de Bush”, en El País, edición del 22 de febrero de 2003). De esa forma, una película como Argo sería una suerte de propaganda a
favor de la intervención norteamericana en Irán.
Sin embargo, lo
que esas críticas no toman en cuenta es que, en efecto, el régimen de los
ayatolas es irracional, como puede verse en las mismas películas de los
cineastas iraníes, ejemplarmente en Una separación (2011), de Asghar Farhadi, distinguida con el Oscar a mejor
película extranjera, una denuncia de los desastrosos efectos del islam en la
sociedad. Otra cosa es que desde la confundida izquierda indefinida se
reivindiquen revueltas religiosas como la primavera árabe. Y el que duda de lo
anterior, ¿qué espera para mudarse a Irán?
El peligro que
corren los personajes además está balanceado con escenas cómicas,
protagonizadas por el maquillista John Chambers (John Goodman) y el productor Lester
Siegel (Alan Arkin), quienes se encargan de los preparativos para fingir que
filman una película.
Pocas eran las
expectativas a propósito de Ben Affleck, un actor con una trayectoria más bien
pobre, caracterizada por los típicos papeles de galán. Sin embargo, los elogios
que recibió por su debut como director, Desapareció
una noche (Gone Baby Gone, 2007),
ahora son confirmados por una película que no se agota en su condición de
aventura.
Leonardo García
Tsao ha criticado que Argo es un thriller convencional que
reproduce todos los lugares comunes de las películas de ese tipo (ver “Expertos en el engaño”, La Jornada, edición 17
de noviembre de 2012), lo cual bien puede ser una debilidad de la cinta. Semejante
es el reparo de Javier Ocaña (“La política como farsa”, El País, 26 de octubre de 2012).
Pero eso no
implica que la mezcla genérica que venimos describiendo sea poco efectiva. De
principio a fin la cinta asume su condición de entretenimiento, pero que no se
permite ser del todo vacuo. Otra cosa es que no esté a la altura de sus
modelos, como Los tres días del Cóndor
(1975), de Sydney Pollack. Por el momento tal vez eso sea pedir demasiado.
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