El cineasta norteamericano Wes Anderson ha forjado su fama por medio de la representación de
la edad adulta bajo la forma de la puerilidad, con personajes que se comportan
de forma extravagante a pesar de que ya no tienen edad para ello.
En esta ocasión, en Un reino bajo la luna (Moonrise
Kingdom, EUA, 2012), los protagonistas son dos adolescentes, casi niños, Suzy
(Kara Hayward) y Sam (Jared Gilman), quienes escapan de sus
casas con la idea de vivir en un idílico lugar del campo.
Así, como lo indica el crítico mexicano Leonardo
García Tsao (“Los favoritos de la luna”, La
Jornada, 9 de diciembre de 2012), ahora el proceso es a la inversa y
asistimos a la aventura de un par de jóvenes precoces que se comportan como si
fueran adultos, en un mundo donde, por si fuera poco, padres y autoridades tampoco
ofrecen una garantía de orden y seguridad.
La película se mantiene en un tono de comedia que le
da uniformidad, de nuevo con el agua como catalizador de alguna eventual tragedia,
como ocurría en Viaje a Darjeeling
(2007), uno de los trabajos anteriores de Anderson; sin embargo, en esta
ocasión y a pesar de ciertos elementos dramáticos, la cinta se mantiene en un
tono de comedia que rara vez se pierde.
Estamos lejos del desconsuelo de Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, por citar el caso de
una película emblemática acerca de la infancia, porque Anderson se cuida de
proteger a sus pequeños personajes de un peligro mayor. El director ha filmado
una crónica acerca de un par de jóvenes marginales en trance de enfrentarse con
el resto del mundo, en una isla hipotética ambientada en la década de los
sesenta.
Lo más llamativo de la cinta es la forma en que el
director y su colaborador, el guionista Roman Coppola, se las arreglan para
darle a cada uno de los objetos de la película una función, como puede verse en
los planos en los cuales puede apreciarse a detalle el más variado inventario
de curiosidades, como una bolsa para el gato y un aditamento para abrir las
tiendas de campaña sin importar que estén cerradas por dentro.
De lo mejor la idea de hacer de Suzy una lectora de
fantasía heroica y otros libros para jóvenes, aunque lo más curioso es que
todos los títulos que la muchacha lleva consigo no existen y provienen de la imaginación de los guionistas; además, la idea de unos héroes literarios emancipados
combina perfectamente con la aventura de los precoces, de la misma forma que
los peligros de la película hay que interpretarlos en la línea de un relato
infantil (que no infantilizado) que exorcizaría cualquier problema de
consecuencias irreversibles.
Salta la vista la importancia que Anderson le da a los
personajes secundarios, que aquí corren a cargo de actores como el habitual
Bill Murray (aparece en otros filmes de Anderson) o la infalible Tilda Swinton,
quien de nuevo confirma su capacidad para hacer de villana, como la malvada
Reina Blanca del hielo de la serie Narnia,
aunque en esta ocasión se trata de una fría burócrata, llamada Servicios
Sociales, nada menos, quien no se toca el pecho para enviar huérfanos al
orfanato. Edward Norton, por su parte, encarna a la perfección la mezcla de
estoicismo y bondad que destila el jefe de los exploradores que
interpreta.
Sin embargo, el más beneficiado es Bruce Willis, con
su papel de un resignado y pacífico oficial de policía, en las antípodas de su
John McClane de la saga Duro de matar.
Ser rescatado por Bruce Willis es un lujo que la película no se ahorra, en una
suerte de chiste prodigioso que no desperdicia, como es obvio, los antecedentes
del actor como héroe de acción.
La escena inicial, con la explicación del rol de cada
uno de los instrumentos musicales en una sinfonía, prefigura la película que
Anderson quisiera: una donde la intervención de los más variados personajes
tiene un objetivo que a nuestro parecer acaba por cumplirse.
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