Lo mejor de Los
juegos del destino (Silver Linings
Playbook, EUA, 2012), de David O.
Russell, es la forma en que logra que los severos problemas psicológicos de
sus personajes no saboteen cualquier intento de empatía con el espectador, lo
cual habría vuelto a la película inaprensible. Sin embargo, las más de dos
horas de duración de la cinta no son obstáculo para que se establezca ese
vínculo entre esta comedia romántica y su público.
En Tan fuerte y
tan cerca (Extremely Loud and
Incredibly Close, 2011), Stephen Daldry presentaba las aventuras de un niño
de gran inteligencia, pero también con un síndrome que lo convertía en una
persona con severos problemas para relacionarse. Algo que, lejos de propiciar
el interés de cierta parte del público, tenía el efecto contrario: el rechazo,
a veces muy categórico, como en el caso del crítico español de El País Javier Ocaña, quien en su
momento describió al personaje como “insoportable” y “casi abofeteable” (ver
nuestra crítica en este espacio, “Misterio regular en Nueva York”, edición del
23 de marzo de 2012).
Los juegos del destino también corre
ese peligro, como lo prueba el severo juicio del también español Carlos Boyero,
quien aseguró en su crítica: “Me atrae lo que veo y escucho pero también me
crispa” (“Excentricidad controlada, zumbados de diseño”, El País, 25 de enero de 2013). Sin embargo, a nosotros nos parece
que Los juegos del destino logra
superar las taras que le reprocha Boyero.
No es la primera vez que este cineasta, David O.
Russell, se acerca a un personaje enfermo en el seno de una familia
disfuncional. En El peleador (The Fighter, 2010) nos contó con fortuna
la historia de un hombre que buscaba triunfar en el difícil mundo del
pugilismo, al mismo tiempo que tenía que lidiar con el amor pernicioso de sus
seres queridos. Y entre ellos, un conflictivo hermano, un boxeador venido a
menos por sus adicciones.
Los juegos del destino cuenta la
historia de Pat (Bradley Cooper), un profesor retirado que atraviesa una severa
crisis, por lo cual tiene que ser internado en un psiquiátrico. Cuando vuelve a
la casa de sus padres tiene que buscar la forma de reintegrarse en la sociedad
y, según él, recuperar a su esposa. Al mismo tiempo, mantiene una extraña amistad
con otra mujer del lugar, Tiffany (Jennifer Lawrence), una relación que
rápidamente se convierte en un singular proceso de enamoramiento.
Si la semana pasada comentábamos aquí la dureza de Amour, que muestra la desolación ante la
salud quebrantada de la pareja, en franco contraste con las convenciones de la
comedia romántica más idílica, en Los
juegos del destino asistimos al amor solidario como alternativa frente al
buen juicio quebrantado.
Se ha elogiado la actuación de Cooper y sobre todo la
de la joven Lawrence (ganadora del Oscar a mejor actriz, como se sabe), aunque
tampoco hay que olvidar a Robert De Niro, quien hace aquí un papel muy digno,
algo que no ocurre con la frecuencia que se quisiera, sobre todo en un actor de
su importancia. Su interpretación de un adicto al juego guiado por
supersticiones permite además comprender mejor al personaje de Cooper, porque
ciertamente no es de extrañar la enfermedad del hijo con un padre como ese.
Desempeños
individuales aparte, la interacción entre los personajes logra construir
escenas muy logradas como aquella donde, ante las absurdas creencias del padre,
la muchacha no apela a la razón, sino a supersticiones todavía más elaboradas.
A la cinta le
han reprochado (Boyero, por ejemplo) su conclusión (y aquí el lector que no
haya visto Los juegos del destino
bien puede dejar de leer). Pero los finales felices no son a priori deleznables y en este caso está muy claro que la
solidaridad entre los protagónicos, que se lleva hasta el límite con la idea del
concurso de baile, necesariamente tiene que tener un efecto positivo entre
tanta disfrutable locura.
Otra cosa es la
forma en que se apresura demasiado la reconciliación final para dar lugar al
romance, pero eso apenas es un defecto en una película que para ese momento ya
ha superado las pruebas de rigor.
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