El último concierto (A Late Quartet, EUA, 2012), de Yaron Zilberman, cuenta la historia de
la crisis de un famoso cuarteto de cuerdas, cuando su fundador, el chelista Peter
(Christopher Walken), es
diagnosticado con una enfermedad que merma sus facultades y el resto de los
integrantes entra en conflictos de diversa naturaleza, todos ellos relacionados
con el deseo de realizar algún postergado anhelo individual. Además, los
problemas se acumulan cuando la agrupación está a punto de cumplir veinticinco
años y se habla de una nueva gira.
De hecho la propuesta de la película es anunciada con
claridad desde el principio: Peter, el patriarca, describe una pieza de
Beethoven, en la cual los músicos se ven obligados a tocar con los instrumentos
desafinados, al mismo tiempo que tratan de mantener la armonía con sus
compañeros. Una clara metáfora de lo que ocurre en la cinta.
La historia promulga una idea que no es novedosa
aunque nos pone de frente contra los sacrificios que implica la dedicación a la
música: el buen orden del cuarteto tiene que ser prioritario antes que
cualquier “sueño” de sus integrantes, por válido que este sea. El cuarteto o la
vida, parece ser la consigna.
Así, el segundo violín, Robert (Philip Seymour Hoffman), desea convertirse en el primero. Mientras
tanto, el primer violín, Daniel (Mark
Ivanir), quiere entregarse a la pasión de un amor juvenil. Solo Juliette (Catherine Keener), la esposa de Robert
y ejecutante de la viola, parece estar dispuesta a mantener la unión del
cuarteto por encima de todo.
Poco a poco, el espectador se entera de los añejos
problemas del grupo musical ahora que el más viejo de sus integrantes no está
para apelar a la cohesión del todo. En una escena, un gesto de amor termina en
rechazo, con lo cual se sugiere que cierto matrimonio sufre problemas sexuales
y que tal vez está fincado más que nada en la comodidad. Hay que comparar lo
anterior con las escenas del documental, idílico, filmado a propósito del grupo
y sus logros, que los personajes miran entre risas.
No es exagerado decir que, en el filme, la lujuria y el romance funcionan
como una suerte de némesis de la música de cámara y la disciplina que implica:
Robert es tentado por una hermosa bailarina de flamenco, quien lo impulsa a
reclamar un papel mucho más protagónico como violinista. La sensualidad del
baile español y la voz de un cantaor se proponen así como contrarios a los
intereses del cuarteto. Más adelante, nos enteramos de que Daniel renunció a un
viejo amor por el bien del grupo. Como si de un voto de castidad se tratara, la
entrega al cuarteto tiene que ser total.
Sin embargo, la película, como hemos dicho, apela a una
lección que no cualquiera está dispuesto a aceptar: en el mecanismo del
cuarteto alguien tiene que renunciar al protagonismo para que la agrupación
triunfe; todo ello al mismo tiempo que el primer violín, por ejemplo, tampoco
es un solista. De ahí que ninguno de los músicos sea retratado como un
excéntrico genial e inadaptado, a la manera del Johnny Carter de “El
perseguidor”.
La cinta me ha recordado “Clone”, otro cuento de Julio Cortázar, este incluido en Queremos tanto
a Glenda. El relato trata acerca de un grupo de intérpretes de ópera que
interpreta madrigales de Gesualdo. En “Clone”, los integrantes reproducen la
anécdota de adulterio y tragedia de una de las piezas del compositor italiano. Sin
embargo, Zilberman evita ese registro y se limita a consignar las decisiones,
eso sí, muy duras, de sus personajes. Esa es la clave de El último concierto: la música tiene que continuar hasta en los
momentos más adversos.
La sofisticación de la cinta no excluye momentos de
gran obviedad, como la idea de que es importante dejarse llevar por lo
imprevisto para que la música se engrandezca, un argumento que contradice la
importancia del ascetismo y el rigor que se había ligado con el cuarteto.
Sin embargo, El
último concierto es también la conjunción de varios talentos de la
actuación, dedicados a ejecutar una obra acerca de la renuncia al placer
personal para lograr el disfrute del público.
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