El
demócrata Francis Underwood (Kevin
Spacey) es un congresista que aspira al cargo de secretario de Estado, pero
cuando el presidente nombra a otro el político toma una enigmática decisión
para tratar de obtener ventaja de su fracaso. Así, comienza a conspirar en la
sombra con un objetivo que no está del todo claro, aunque es evidente que la
venganza es uno de sus medios para obtener el poder que tantos réditos le
ofrece.
Esa
es la historia de House of Cards, la
serie de Netflix producida y escrita por Beau
Willimon (el mismo guionista de la película de George Clooney Los idus de marzo, que ya hemos comentado en este espacio). Por si fuera poco, la serie cuenta con la
participación de David Fincher, el
mismo de Seven, para la dirección de
algunos episodios. House of Cards
está basada en la miniserie de la BBC inspirada por la novela de Michael Dobbs.
De
esa forma, House of Cards cuenta la
historia de las peripecias de Underwood y sus colaboradores, para acabar con la
reputación de sus adversarios y hacerse con el control del gobierno. Para ello,
Underwood forma una alianza con una joven periodista, la ambiciosa Zoe Barnes (Kate Mara), quien se encarga de
publicar la valiosa información que obtiene de Underwood.
La
tercera en discordia es Claire (Robin
Wright), la esposa de Underwood, dirigente de una ONG, Clean Water, ocupada
de llevar a cabo obras de beneficencia en países tercermundistas.
House of Cards es interesante
por razones que tal vez se le escapan a las mismas personas que están
involucradas en el proyecto. El actor Kevin Spacey, por ejemplo, amigo de Bill
Clinton y votante del Partido Demócrata, ha declarado que la serie no pretende
generalizar y decir que todos los políticos son corruptos (ver el texto de
Brenda Otero “Tras la cortina del poder”, El
País, edición del 21 de febrero de 2013). Pero Spacey no se da cuenta de
que lo que su programa muestra no es la corrupción anecdótica de un prominente
político estadounidense: lo que vemos en todo su esplendor en House of Cards es que la corrupción es inherente al sistema democrático.
En
una de las escenas de House of Cards
vemos a Underwood (y a uno de sus fieles) enfrascado en sus labores de
cabildeo. Trata de dilucidar quienes entre los congresistas pueden darle su
apoyo para uno de sus proyectos. Elige el nombre de una persona para luego
desecharla y al final se queda con el político que puede manipular con más facilidad.
Underwood chantajea, miente y compra lealtades, amenaza y, como es obvio,
cumple.
Pero
su corrupción no es un accidente, sino que estamos ante acuerdos secretos entre
los parlamentarios a los cuales se llega por
completo al margen de la voluntad del elector, que no tiene influencia más
allá de su voto de ingenuidad, como explica el filósofo español Gustavo Bueno en su obra.
La
corrupción de la democracia es estructural: sin ella esta casa de naipes simplemente no se sostendría. Ese es la principal
(tal vez involuntaria) idea de esta serie, en consonancia con la ya citada Los idus de marzo. Sin embargo, Willimon,
al fin y al cabo el principal responsable del programa, sí parece tenerlo
claro: “para dirigir se necesita ser algo cruel”, dice a propósito de los
políticos.
¿Y
la sociedad civil, supuesta alternativa ante la corrupción de los gobernantes? Con
crueldad, la serie muestra cómo las ONG obtienen el favor de los políticos,
aunque con la ventaja de ser consideradas como iniciativas ciudadanas y por lo
tanto supuestamente libres de esos acuerdos oscuros que señalamos.
Técnicamente, House of Cards es muy atinada. Como en
las obras de teatro de Brecht, el personaje central se dirige al espectador y
hace añicos la cuarta pared, en uno más de sus llamados a la complicidad. Dicen que la gente tiene el gobierno que se merece (o la televisión que se merece, en palabras del ya citado filósofo); House
of Cards da cuenta de ambas afirmaciones, aunque sea muy a su pesar.
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