El legado del diablo
(Hereditary, EUA, 2018), de Ari
Aster. [Alerta: película destripada]. La trágica historia de una familia en la
cual abundan las enfermedades mentales, pero que tal vez tengan un origen para
nada relacionado con la medicina, sino más bien con el ocultismo. El debut de Ari
Aster es una cinta de terror sobrenatural cuyo principal acierto es inscribirse
en una tradición que los norteamericanos han cultivado con profusión: las
historia de sectas, logias y otros grupos delirantes que se dedican con una fe
admirable (en tiempos de la supuesta crisis de los grandes relatos) a cultivar algún
culto demoniaco o pagano, en las antípodas del cristianismo. Me refiero a
películas como El bebé de Rosemary (EUA,
1968), de Roman Polanski, La profecía
(Reino Unido| EUA, 1976), de Richard Donner, El abogado del Diablo (EUA| Alemania), de Taylor Hackford y muchas
otras, en las cuales un grupo de personas, por lo general adineradas, conspiran
para aprovecharse de algún inocente e invocar el infierno en la Tierra. Una
tradición que los norteamericanos asumen como natural, por su riquísima
tradición gótica, tanto en el cine como en la literatura. Por eso, la
característica más notable de esa película es esa, la forma en que, con
orgullo, pasa a formar parte de las filas de un cine muy norteamericano. Por
eso luego no resulta tan sencillo tratar de emular ese tipo de historias desde
otras cinematografías, en las cuales el tema de la logia sería tal vez
artificial. Si acaso, cabe especular cómo sería una película acerca, digamos,
del Yunque panista y los delirios que se le atribuyen.
El otro gran acierto de El
legado del diablo es su “coquetería” ya desde el inicio. La forma en que
llena de guiños su historia, como una suerte de detalles al principio
desconcertantes pero que luego el espectador puede reinterpretar. Por ejemplo,
en el velorio de su madre, el personaje de Toni Colette, Annie, preside la
ceremonia y dirige unas palabras a los asistentes: me da gusto ver a tanta
gente extraña, dice. Pero no sabe, no se imagina (¿quién podría imaginar eso?),
que en realidad se trata de los compañeros de su madre en el culto. Luego
comenta que su madre tenía un carácter difícil: ¿cómo no iba a ser así si
estaba poseída por un demonio? Pero todo eso Annie lo atribuye a la locura que
ha asolado a su familia por generaciones, cuando en realidad se trata de la herencia macabra del título original.
Hay, entonces, unas piezas que el espectador tiene que unir, como en la escena
final, cuando cobra sentido el pasatiempo de la niña y sus curiosos “muñecos”.
La esencia de la película remite al ocultismo, ya lo hemos
dicho, pero eso no impide que El legado
del diablo se burle de otras prácticas, como las sesiones espiritistas, que
aquí son mostradas como una trampa para hacer caer a los ingenuos, como es el
caso de la bruja Joan (Ann Dowd), que atrae a la pobre Annie con el pretexto de
contactar a un familiar muerto. Pero todo es un truco vulgar para seducir a la
víctima y hacerla participar en otras ceremonias, sin que esta ni siquiera
advierta que está siendo utilizada. Un poco como le ocurre al espectador, con
todo y que este está avisado de que algo siniestro (e incorrecto) tiene lugar
en la cinta.
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