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miércoles, 4 de julio de 2018


El legado del diablo (Hereditary, EUA, 2018), de Ari Aster. [Alerta: película destripada]. La trágica historia de una familia en la cual abundan las enfermedades mentales, pero que tal vez tengan un origen para nada relacionado con la medicina, sino más bien con el ocultismo. El debut de Ari Aster es una cinta de terror sobrenatural cuyo principal acierto es inscribirse en una tradición que los norteamericanos han cultivado con profusión: las historia de sectas, logias y otros grupos delirantes que se dedican con una fe admirable (en tiempos de la supuesta crisis de los grandes relatos) a cultivar algún culto demoniaco o pagano, en las antípodas del cristianismo. Me refiero a películas como El bebé de Rosemary (EUA, 1968), de Roman Polanski, La profecía (Reino Unido| EUA, 1976), de Richard Donner, El abogado del Diablo (EUA| Alemania), de Taylor Hackford y muchas otras, en las cuales un grupo de personas, por lo general adineradas, conspiran para aprovecharse de algún inocente e invocar el infierno en la Tierra. Una tradición que los norteamericanos asumen como natural, por su riquísima tradición gótica, tanto en el cine como en la literatura. Por eso, la característica más notable de esa película es esa, la forma en que, con orgullo, pasa a formar parte de las filas de un cine muy norteamericano. Por eso luego no resulta tan sencillo tratar de emular ese tipo de historias desde otras cinematografías, en las cuales el tema de la logia sería tal vez artificial. Si acaso, cabe especular cómo sería una película acerca, digamos, del Yunque panista y los delirios que se le atribuyen.
El otro gran acierto de El legado del diablo es su “coquetería” ya desde el inicio. La forma en que llena de guiños su historia, como una suerte de detalles al principio desconcertantes pero que luego el espectador puede reinterpretar. Por ejemplo, en el velorio de su madre, el personaje de Toni Colette, Annie, preside la ceremonia y dirige unas palabras a los asistentes: me da gusto ver a tanta gente extraña, dice. Pero no sabe, no se imagina (¿quién podría imaginar eso?), que en realidad se trata de los compañeros de su madre en el culto. Luego comenta que su madre tenía un carácter difícil: ¿cómo no iba a ser así si estaba poseída por un demonio? Pero todo eso Annie lo atribuye a la locura que ha asolado a su familia por generaciones, cuando en realidad se trata de la herencia macabra del título original. Hay, entonces, unas piezas que el espectador tiene que unir, como en la escena final, cuando cobra sentido el pasatiempo de la niña y sus curiosos “muñecos”.
La esencia de la película remite al ocultismo, ya lo hemos dicho, pero eso no impide que El legado del diablo se burle de otras prácticas, como las sesiones espiritistas, que aquí son mostradas como una trampa para hacer caer a los ingenuos, como es el caso de la bruja Joan (Ann Dowd), que atrae a la pobre Annie con el pretexto de contactar a un familiar muerto. Pero todo es un truco vulgar para seducir a la víctima y hacerla participar en otras ceremonias, sin que esta ni siquiera advierta que está siendo utilizada. Un poco como le ocurre al espectador, con todo y que este está avisado de que algo siniestro (e incorrecto) tiene lugar en la cinta.



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