“Mientras
que mi amplia experiencia como editor me ha hecho despreciar flashbacks y flash forwards y todos esos engaños trucados, creo que si usted,
querido lector, puede ser paciente por un momento, se dará cuenta de que hay un
método para este cuento de locura”, dice el editor Timothy Cavendish (Jim
Broadbent) al principio de Cloud Atlas
(Alemania| EUA| Hong Kong| Singapur, 2012), dirigida por los hermanos Lana y Andy Wachowski en colaboración con Tom Tykwer y basada en una novela de David Mitchell.
Cavendish
tiene razón: lo que en un principio parece una narrativa compleja luego se
revela tan clara como efectiva, porque se trata de seis historias de amor y
libertad que tienen lugar en diversas épocas.
Efectiva
porque su objetivo, reivindicar la teoría de que “todo está relacionado con
todo”, como en las religiones
monoteístas, está ilustrado a la perfección. Otra cosa es que semejante idea
sea falsa (si todo está conectado, ¿cómo acceder al conocimiento?). Pero ya
sabemos que para eso está la ficción cinematográfica: para construir mitos.
Y
es precisamente ahí donde radica la máxima debilidad de Cloud Atlas, que pretende ofrecernos el secreto de la vida en clave new age: una ideología que nada tiene
de novedoso. Tal vez por eso la película
no ha tenido el impacto que se esperaba, porque funciona como una suerte de
réplica de la película emblemática de los Wachowski: Matrix.
Sin
embargo, Cloud Atlas es un
espectáculo que alcanza a salvar sus obviedades gracias a la confección de ciertos pasajes y la forma en la cual estos se entrelazan, en parte gracias a
que los mismos actores interpretan diversos personajes a lo largo del tiempo,
en un ejercicio no solo de caracterización sino, a veces, de travestismo.
Alguien
habla de una puerta metafórica en una escena del siglo 22 y de inmediato vemos
una puerta que se abre. El recurso se repite una y otra vez, con saltos entre
siglos. En otras ocasiones, el nexo entre las épocas es menos evidente y
requiere una gran atención.
En
el siglo XIX, Adam Ewing (Jim Sturgess) visita una isla del Pacífico para arreglar
un negocio y luego volver a su casa en Norteamérica, mientras intenta
sobrevivir en un barco. En 1936, el músico Robert Frobisher (Ben Wishaw)
trabaja para un compositor aprovechado, Vyvyan Arys (Jim Broadbent), mientras
lee el diario de Ewing. En 1973, en San Francisco (hogar de Ewing), la
periodista Luisa Rey (Halle Berry) investiga una conspiración en torno de un
proyecto de energía nuclear y es lectora providencial de las cartas de
Frobisher a su amante.
A su
vez, la historia de Rey sirve de inspiración para un manuscrito que, en 2012, Cavendish lee camino a su gran aventura en un
“hotel” de campo. La proeza que el editor está por vivir luego es adaptada al
cine y disfrutada por la pobre empleada Sonmi-451 (Doona Bae) en el 2144, venerada como una diosa por el aldeano Zachry
(Tom Hanks) en “el invierno 106 después de la Caída”, año 2321.
Cabe
también la posibilidad de que todo sea una invención de alguno de los
personajes. En uno de sus diálogos, Frobisher le dice a su empleador que para
componer su pieza imaginó que se conocían en diferentes épocas. El mismo Vyvyan
tiene un sueño que involucra a Sonmi-451.
Sin
embargo, me parece que la película bien puede ser producto de algo más concreto
que la clarividencia de un compositor: la escritura de Cavendish, sobre todo
porque el pasaje de Luisa Rey es demasiado esquemático e inverosímil, de ahí
que se ajuste a las convenciones de una (mala) novela policiaca. O bien, ¿en la
redacción de qué trabaja Cavendish hacia el final de la película? Lo anterior
explicaría el carácter derivativo de ciertos pasajes, como la ya mencionada
semejanza entre la aventura de Sonmi-451, Matrix, la animación asiática y el cyberpunk.
El
“cuento de locura” (tale of Madness)
bien puede ser una novela cuya osada mezcla genérica de aventura, drama de
época, cine negro y ciencia ficción vemos en pantalla. Todo ello sin olvidar la
comedia de humor negro en la cual toma parte (se supone) el mismo Cavendish. Timothy
Cavendish, autor de ciencia ficción.
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