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lunes, 18 de febrero de 2013

Aventura espacial en Persia

El tercer largometraje como director de Ben Affleck es un thriller político ambientado en el Irán de la crisis de los rehenes de 1979, cuando los empleados de la Embajada de EUA en ese país son retenidos por los partidarios del régimen del ayatolá Jomeini. Seis de ellos logran escapar y esconderse, mientras en las calles las hordas de fanáticos ejecutan norteamericanos. Pero los atribulados burócratas no pueden salir del país.
Desde la CIA se barajan varias formas de sacarlos, hasta que se impone la más extravagante de ellas: fingir que los fugitivos forman parte del equipo de una película norteamericana de ciencia ficción que busca aprovechar las locaciones de Irán. Por más inverosímil que parezca, la cinta además está inspirada en un caso real, desclasificado en 1997. Como es de suponerse, el filme explota la emoción que supone tratar de burlar la férrea seguridad de los iraníes.
Lo mejor de Argo es la forma en que logra que materiales en apariencia muy disímbolos, como la ciencia ficción y el thriller acerca de un conflicto diplomático, puedan ser convergentes, en una suerte de mezcla genérica que no se percibe ni como forzada ni contradictoria. Tomas aéreas de Teherán de hecho parecen confirmar que la ciudad se asemeja a un paisaje futurista, como en ese plano de la impresionante Torre Azadi, el símbolo del lugar.  
Se ha dicho que la absurda película que los norteamericanos se proponen filmar en locaciones de Irán es una mala copia de La guerra delas galaxias. Pero lo que ocurre en Argo es de mucho más interés que la trama de las cintas de George Lucas.
Los materiales de la ciencia ficción son mundanos y de ahí que con frecuencia se aproveche este género para criticar el totalitarismo, como pasa en Los juegos del hambre, por ejemplo. En cambio, Argo no tiene que echar mano necesariamente de una distopía, al mismo tiempo que enriquece el thriller de intriga política con el imaginario de una ficción científica que además tiene tintes del imaginario de la Edad media, como en la ya citada saga de Lucas o en Flash Gordon, como queda claro desde la secuencia de créditos.  
Se ha comentado que la representación de Irán como un país incivilizado no es casual, en el contexto de una eventual guerra con los EE.UU., lo que recuerda esos textos del español Román Gubern a propósito de la avalancha de cine bélico y de espionaje después de los atentados del 11-S, una agenda cinematográfica que según el historiador estaba acordada con los productores de Hollywood y el gobierno (ver “La guerra audiovisual de Bush”, en El País, edición del 22 de febrero de 2003). De esa forma, una película como Argo sería una suerte de propaganda a favor de la intervención norteamericana en Irán. 
Sin embargo, lo que esas críticas no toman en cuenta es que, en efecto, el régimen de los ayatolas es irracional, como puede verse en las mismas películas de los cineastas iraníes, ejemplarmente en Una separación (2011), de Asghar Farhadi, distinguida con el Oscar a mejor película extranjera, una denuncia de los desastrosos efectos del islam en la sociedad. Otra cosa es que desde la confundida izquierda indefinida se reivindiquen revueltas religiosas como la primavera árabe. Y el que duda de lo anterior, ¿qué espera para mudarse a Irán?
El peligro que corren los personajes además está balanceado con escenas cómicas, protagonizadas por el maquillista John Chambers (John Goodman) y el productor Lester Siegel (Alan Arkin), quienes se encargan de los preparativos para fingir que filman una película.  
Pocas eran las expectativas a propósito de Ben Affleck, un actor con una trayectoria más bien pobre, caracterizada por los típicos papeles de galán. Sin embargo, los elogios que recibió por su debut como director, Desapareció una noche (Gone Baby Gone, 2007), ahora son confirmados por una película que no se agota en su condición de aventura.
Leonardo García Tsao ha criticado  que Argo es un thriller convencional que reproduce todos los lugares comunes de las películas de ese tipo (ver “Expertos en el engaño”, La Jornada, edición 17 de noviembre de 2012), lo cual bien puede ser una debilidad de la cinta. Semejante es el reparo de Javier Ocaña (“La política como farsa”, El País, 26 de octubre de 2012).
Pero eso no implica que la mezcla genérica que venimos describiendo sea poco efectiva. De principio a fin la cinta asume su condición de entretenimiento, pero que no se permite ser del todo vacuo. Otra cosa es que no esté a la altura de sus modelos, como Los tres días del Cóndor (1975), de Sydney Pollack. Por el momento tal vez eso sea pedir demasiado.


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