Mi otro yo también nos
cuenta la historia de otro personaje marginado. Walter Black (Mel Gibson) es un empresario casi en la
ruina y en depresión, quien vive aislado de su familia, su esposa Meredith
(interpretada también por Foster) y sus dos hijos: un adolescente, Porter (Anton Yelchin) y el pequeño Henry (Riley Thomas Stewart). Para salir de su
mutismo, Black tendrá la idea de usar un muñeco de ventrílocuo para comunicarse
con su familia y empleados.
Mi otro yo ha estado
rodeada del morbo propio de una cinta protagonizada nada menos que por un actor
señalado como alcohólico, racista y maltratador de mujeres, en otros tiempos
(no hace mucho) una súper estrella de Hollywood, ahora un paria. El relato,
además, representa un reto para la verosimilitud, porque sin duda a ciertos
espectadores no les parecerá creíble que un hombre sea controlado por un animal
de peluche. Es decir, llega un momento en que el títere parece ser Black y no
el castor. Así lo dice el crítico norteamericano Roger Ebert, quien expresa sus reparos hacia la propuesta principal
del film (pueden ver su crítica en rogerebert.com).
La
idea de un muñeco que sirve de terapia psicológica no es del todo ajena a la
tradición fílmica. En una película muy distinta, ¿Qué pasa con Bob? (1991), de Frank
Oz, aparecía un psiquiatra afecto a usar los muñecos de ventrílocuo para
tratar de mejorar la comunicación con sus hijos. Claro, la cinta de Oz era una
comedia que no tenía que enfrentarse a los problemas de este trabajo de Foster,
a medio camino entre Gente como uno
(1980), aquel melodrama de Robert
Redford en su momento muy apreciado y el completo delirio de, pongamos, El club de la pelea y su protagonista
esquizofrénico.
En
efecto, Mi otro yo se salva de ser el
enésimo melodrama acerca de una familia disfuncional por medio de la
intervención de un elemento, el muñeco, que puede redimir la película o
arruinarla. La parte más complicada es precisamente cuando el castor deja de
ser sólo un simpático juguete que hace las delicias de los niños y se convierte
en otra cosa, que no diremos. Mi otro yo,
entonces, está en el filo de la navaja.
Lo
mejor de la película está en la interacción de Gibson/ el castor con su hijo
más pequeño. El niño parece ser el único capaz de lidiar con la extraña manía
de Walter, convertido en un animal constructor, de ahí que la relación entre
ambos sirva para canalizar la locura paterna, que así queda convertida en juego
generoso con un infante.
Cuando
el protagonista se convierte en una celebridad gracias a su extraña historia de
éxito, la crítica no se deja esperar, cuando se nos muestra a una multitud
entusiasmada con los logros de un muñeco y el hombre que está bajo sus órdenes,
caso antológico de superación personal que aparece en las portadas de las
revistas y en la televisión.
La
nueva película de Foster es un fracaso si se piensa que insiste en los viejos
chantajes sentimentales que le han dado fama al melodrama. No obstante, es un
éxito al hacer intervenir en una película de esas intenciones un elemento tan
discordante, porque pareciera que la suerte de una familia (o dos, si se piensa
en el romance del hijo con una compañera de escuela) depende de un juguete que
interviene en la historia por azar y que al final tiene tanto peso como
cualquiera de los otros personajes.
Atención a la ironía final del muñeco de feria, que
aparece justo cuando los críticos dicen que en la película priva la concesión.
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