Del 6 al 16 de octubre se llevó a cabo el Sitges 2011,
44 Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya, festival español dedicado
al cine de género del orbe. La semana pasada comentábamos Red State, la ganadora del premio principal. Ahora toca comentar
una película que no gozó del reconocimiento de la anterior, a pesar de que es
una verdadera lección de cómo filmar una película de fantasmas sin recurrir a
las trampas de siempre.
Durante décadas, debido a la imposición como modelos
de películas de terror simplemente deleznables (como El exorcista), se ha pensado que desde la fantasía se puede filmar
cualquier cosa. Así, no importa que sea simplemente imposible que el cuello de
un ser humano gire 360 grados: si la película es de terror estamos ante un
truco válido y el cuello de una niña poseída no tiene porqué responder a las
leyes de la física, porque el diablo lo vuelve irrompible.
En Biutiful, por ejemplo, el director Alejandro
González Iñárritu no tiene reparo en alternar escenas “realistas” (los
bajos fondos de la Barcelona reciente) con apariciones súbitas de fantasmas,
como si se pudiera saltar arbitrariamente de un registro a otro, sin la más
mínima transición.
Biutiful comienza como una película “realista”,
decíamos, con Javier Bardem que habla con su hija en un contexto muy cotidiano
pero, de repente, nos instala en el otro
mundo, en el más allá, que es visto como un lugar nevado donde los muertos
se encuentran y conversan, en lo que parece ser la puerta de entrada al
paraíso, como se insinúa.
Otra cosa sería haber empezado la película con la
escena del paisaje nevado: de esa forma, el espectador habría sido puesto en
situación desde el principio, para luego permitirse, ya con otras condiciones,
harto distintas, la propuesta de una historia sobrenatural donde vivos y muertos
se enfrentan entre sí. Es decir, del paraíso hasta la tierra, pero no al revés.
Como queda claro en películas como La noche del demonio (Insidious, 2010), de James Wan, al fantasma le es dado
aparecer de pronto, en un contexto cotidiano, porque si al director le place el
aparecido puede estar al lado de los vivos cuando quiera.
En cambio, películas como Los otros (2001), de Alejandro
Amenábar, entienden que debe haber una mínima transición. En Los otros vemos a los fantasmas desde el
primer momento, no aparecen bruscamente como figuras gaseosas que se
solidifican para aterrar.
El 15 de octubre se exhibió en Sitges Eternity (Tee Rak, Tailandia, 2010), de Sivaroj
Kongsakul, cinta hablada en tailandés que nos cuenta una historia de amor
necesariamente nostálgica.
El fantasma aparece en las primeras escenas, bajo la
forma de un motociclista que deambula por el campo solitario. Pero el
espectador no sabe que está ante un fantasma y de ahí la exasperación del
público de Sitges. El hombre deambula por caminos desolados y por una casa que abandonada.
Y rompe a llorar. En el río, se recuesta en una barca y de pronto alguien lo
llama: “Wit… Wit”. Desaparece del encuadre y vemos aparecer otra balsa,
tripulada por Koi, quien lo llama: “Wit… Wit”. Ahora estamos en el pasado,
cuando Wit vivía y pasaba un fin de semana en el campo con su prometida, Koi.
Wit sale del agua, más joven y bromista, ajeno al dolor de estar muerto y lejos
de Koi.
Hay escenas de la vida cotidiana de los novios, que
comen, limpian un poco, hacen turismo: visitan un templo y un lugar donde las
parejas se juran amor eterno. En un cementerio, Wit llora.
Luego hay un corte, una elipsis de años y ahora Koi es
mayor, con hijos grandes. Wit ha muerto. Es la cotidianeidad de la viuda, una profesora
que enseña poemas de amor a sus alumnos. En algún lugar está la moto abandonada
de Wit. El fantasma se manifiesta de la forma más sutil: una lámpara que se
enciende, como si se tratara de una falla, de una jugada extraña de un aparato
caprichoso.
El fantasma no es la excepción en Eternity: al contrario, es la regla,
porque reclama su sitio como el primero para luego ceder espacio a los vivos.
Ahí está la lección de Sivaroj Kongsakul y su respeto al público.
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