El hombre de al lado (Argentina,
2009), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, cuenta la historia de Leonardo
(Rafael Spregelburd), un diseñador
de muebles quien vive en una casa construida por el famoso arquitecto Le Corbusier, en La Plata. Un día, Víctor
(Daniel Aráoz), el vecino de la casa
de junto, abre una ventana en la pared medianera, con vista hacia la propiedad
de Leonardo, lo cual dará inicio a una conflictiva relación entre ambos
personajes, quienes no pueden ser más diferentes: la sofisticación de un
artista frente a un vendedor de automóviles usados.
De entrada es importante resaltar que el domicilio del
protagonista es nada menos que la casa Curutchet, la única que Le Corbusier
construyó en la América hispana. Lo anterior la convierte en todo un trofeo de
la exclusividad, sobre todo si pensamos en la enorme influencia que el suizo ha
tenido para la historia de la arquitectura y el diseño: a lo largo de la
película se ve a los turistas sacar fotografías frente a la casa, mientras su
dueño discute acaloradamente con alguno. Por eso resulta también tan escandaloso
para Leonardo que Víctor quiera alterar la vista de su casa de buenas a
primeras.
A continuación los directores Cohn y Duprat, por medio
de un guión de Andrés Duprat, se
dedican a contrastar las enormes diferencias que hay entre los vecinos, en
varias escenas que evidencian la imposibilidad de un nexo amistoso. Se subraya
el abismo que separa, al menos en el caso que nos ocupa, a las élites, a
ciertos gremios, del llamado “común de los mortales”. Leonardo trata de
explicarle a Víctor que sus reformas son ilegales, pero este trata de
convencerlo de que lo deje continuar, porque a su casa le hace falta luz:
“Necesito un poco del sol que vos no usás”, dice Víctor.
Comienza así el calvario del diseñador, digamos, pero
en el proceso salen a relucir otras facetas de su personalidad no tan
exquisitas como los objetos que lo rodean. Véase la crítica, llena de
sarcasmos, que Leonardo hace del trabajo de sus alumnos: el diseñador se burla
de las maquetas de los jóvenes. Luego hay que comparar lo anterior con la
actitud insegura de Leonardo ante la figura de metal de Víctor, quien ha
mostrado en otra escena que tiene un carácter muy fuerte, así que Leonardo le
teme: por eso acepta el regalo aunque en realidad no le guste.
Hay otras películas que nos muestran a personajes de
origen humilde que, desde la legitimidad que les da su iniciativa de tomar lo
que desean por medio de la fuerza, se rebelan contra los entendidos en arte, a
veces de forma brutal; así ocurre en Kalifornia
(EUA, 1993), de Dominic Sena, donde
el personaje interpretado por Brad Pitt,
un peligroso asesino psicópata, se burla de las fotografías de desnudos que ha
tomado una de sus víctimas. O la destrucción de obras de arte que lleva a cabo
en un museo El Guasón de Jack Nicholson
en Batman (EUA| Reino Unido, 1989),
de Tim Burton. El sonriente villano
se atreve hasta a enmendar la plana a los maestros de la pintura, por medio de
brochazos improvisados.
Estamos ante el potente mito de la cultura, en este
caso ejemplificado en el diseñador de una silla que le ha dado celebridad a su
autor, porque es ganadora de un premio en Europa. Están puestos todos los
ingredientes para retratar al artista pedante, ajeno a lo popular, aunque esto
último tampoco sea glorificado. Los directores se limitan a mostrar, sin caer
en la caricatura o la farsa, un determinado estilo de vida, exquisito, que
simplemente no puede convivir con el desparpajo y la vulgaridad de otro, ya no
en nombre de los preceptos de la arquitectura o el diseño, sino de los
prejuicios de clase.
Otra película habría elegido la vía de la
reconciliación, como frecuentemente ocurre cuando se cuentan historias de
personajes muy distintos obligados a convivir por las circunstancias. La
conclusión, con todo y que estamos ante una comedia de humor negro, nos pone
frente a la tragedia de una convivencia imposible.
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